This article has been translated by Ana María González, retired professor of Spanish and French at Texas Lutheran University. Read the story in English here.
Cuando Carlos, un joven inmigrante guatemalteco, escuchó que decenas de migrantes fueron encontrados muertos en la parte trasera de un camión de 18 ruedas abandonado en San Antonio, la historia le resultó demasiado familiar.
El jueves pasado, después de esperar que se despejara la presencia policial del lugar de los hechos en el suroeste de San Antonio, viajó desde Houston para colocar velas en el creciente homenaje y rezó.
“Son nuestros hermanos migrantes”, expresó Carlos. San Antonio Report no revela su apellido porque es indocumentado. “Ellos tenían un sueño como nosotros teníamos cuando llegamos.”
Carlos, de 26 años, ha vivido por experiencia propia los riesgos de emprender un viaje así en busca de una vida mejor. En mayo de 2019, se dirigió a los Estados Unidos desde su casa en Guatemala en una travesía peligrosa con docenas de migrantes como él, no muy diferentes a aquellos cuyas vidas terminaron en un camión el 27 de junio, un día en que las temperaturas se acercaron a los tres dígitos.
“Ellos venían [a los EE.UU] y perdieron la batalla,” declaró Carlos sobre los migrantes, 19 de los cuales eran guatemaltecos. “Lucharon de las pobrezas, buscando alternativas.”
Ganar la batalla, aseguró Carlos, es llegar a los EE. UU. para tener la oportunidad de realizar el Sueño Americano.
Transcurrieron veintidós días entre su vida en Guatemala y el Sueño Americano que anhelaba. Después de pagarle a un contrabandista y despedirse de su familia, Carlos viajó por horas al día en varios vehículos, en su mayoría furgonetas y camionetas, recordó, antes de seguir durante ocho días a pie por el desierto de Sonora en México y llegar a Arizona. Carlos afirmó que rezaba constantemente para poder sobrevivir.
Hoy, Carlos está viviendo ese Sueño Americano, tiene un trabajo en Houston que le paga en efectivo por debajo de la mesa, vive en un departamento con amigos y compañeros migrantes que hicieron el mismo viaje. Envía dinero a su familia en Guatemala todos los meses y ve un futuro prometedor para sí mismo.
Cuando llegó aquí en 2019, Carlos se unió a los 3.8 millones de migrantes centroamericanos que viven en los EE. UU., según el Instituto de Política Migratoria. Él es parte de un número creciente de jóvenes guatemaltecos que abandonan las zonas rurales de su país cada año para hacer el viaje al norte. Según el Banco Mundial, ese número ha aumentado de 9,000 personas que migraban anualmente desde Guatemala a principios de la década de 2000 a tres veces más en 2018, impulsado por lo que el banco llamó “una aguda escasez de empleos de calidad”.
América a través de Facebook
Carlos expresó que dejó su comunidad indígena en la región de Alta Verapaz porque no pudo encontrar un trabajo que le permitiera llegar a fin de mes y mantener a su familia, que incluye a sus padres, seis hermanos y una hermana.
Como muchos guatemaltecos, Carlos viajaba en busca del escaso trabajo que podía encontrar, trabajando en la ciudad de Cobán, a unas 20 millas de su ciudad natal, vendiendo frutas y verduras. Ganaba alrededor de $7 por día, afirmó.
Mientras trabajaba allí, vio a muchos amigos partir hacia los EE. UU. en busca de trabajo. Cuando lo hicieran, dijo, se comunicarían a través de Facebook, publicando imágenes de lo que le parecía a Carlos como si estuvieran viviendo una vida más feliz y más libre.
Las cosas que los estadounidenses dan por sentadas, como las carreteras pavimentadas y los edificios altos, fascinaron a Carlos y lo hicieron anhelar las oportunidades que vio a través de las publicaciones de sus amigos en las redes sociales.
“Yo seguía trabajando, pero siempre le pedía a Dios, ‘Dios, yo quiero llegar hasta allá. Quiero prosperar, superarme.” decía. “Yo miro a muchos que vienen acá y trabajan duro, sacan adelante a sus familias y viven una vida mucho mejor.”
Pagando por una oportunidad de libertad
El sueño de Carlos de venir a los EE. UU. se convirtió en una posibilidad cuando a través de un amigo conoció a un coyote, término para una persona que, por un pago, transporta grupos de migrantes a través de la frontera sur hacia los EE. UU. Viajar en grupo era más seguro que intentar el viaje solo, le explicó el coyote a Carlos. “‘Te pueden secuestrar'”, dice Carlos que le advirtieron. “Te puede pasar cualquier cosa”.
Carlos y dos amigos le pagaron al coyote lo que tenían, el equivalente a aproximadamente $400 en dólares estadounidenses, con la promesa de trabajar y devolver el costo total de $17,000.
Al despedirse de sus padres y hermanos, Carlos expresó que sabía que podría ser la última vez que los veía y les hablaba.
“Le dije, ‘Mira papá, yo me voy para Estados Unidos… Yo no toda la vida voy a estar así… Yo quiero hacer algo,’” afirmó. “‘No rinde mucho el dinero… No alcanza.’”
Los tres jóvenes se unieron a un grupo mayor para emprender el viaje. El coyote los llevó a la frontera entre Guatemala y México, hacinados en camionetas sin aire acondicionado en el calor del verano. Varias veces cambiaron de vehículo.
En un momento, se reventó una llanta del camión en el que estaban. A los pasajeros se les indicó que salieran y se escondieran, recalcó, por lo que se escondieron en los campos a lo largo del camino. Una vez cambiada la llanta y despejada la costa, volvieron a subir al camión y continuaron el viaje.
Viajaron durante varios días de esta manera, deteniéndose periódicamente en lugares considerados seguros, a menudo granjas o ranchos, donde podían ducharse y comer algo que, según comentó, compartía el grupo.
En el camino se unieron más personas, algunas con niños. El coyote le dio a cada migrante un código especial que solo ellos conocían. El coyote usó esos códigos en lugar de sus nombres, explicó Carlos, para indicar quién subiría a qué vehículo. Si el individuo no respondía a la llamada de su código, el coyote asumía que se había perdido y simplemente seguía adelante.
Camiones llenos, desierto peligroso
El grupo evitó la patrulla fronteriza en México escondiéndose entre arbustos espinosos, árboles y pasto alto mientras esperaban que los vehículos los recogieran. En un momento dado, cuando llegó un camión agrícola, se les aclaró a los migrantes que solo tenían 30 segundos para subirse a la parte trasera del camión o se quedarían atrás.
Hasta 70 personas fueron amontonadas en camiones y autobuses escolares, señaló Carlos. Algunas personas tenían claustrofobia y decían que no podían respirar, explicó. Muchos rezaron.

“Nos llenaron en un camión y nos metieron a todos,” explicó Carlos. “Me mandaron hasta atrás [de la camioneta]. Hasta atrás, donde cabían dos personas, nos metieron cinco, bien incómodos. No se podía venir con bien,” señaló Carlos. “En todo el camino, nosotros veníamos orando, pidiéndole a Dios que nos ayudara bastante, que nos fuera todo bien en el camino, que no pasara nada,” añadió.
Antes de ingresar a los EE. UU., el grupo tuvo que atravesar una parte del Desierto de Sonora conocida como el Gran Desierto de Altar, donde los peligros incluían plantas espinosas del desierto, serpientes y temperaturas extremas, junto con pandilleros, otros traficantes y patrullas fronterizas.
Mientras caminaba bajo el calor y trataba de dormir con temperaturas más frías por la noche, Carlos entendió el consejo de su amigo de llevar un buen par de zapatos.
“Es bien feo venir por el desierto. Yo me enfermé”, indicó. En un momento, el grupo se quedó sin comida y sin agua. Recordó a una mujer tan gravemente herida por una gran espina que tuvieron que cargarla.
El grupo ingresó a pie a los EE. UU. hasta Palomas, Arizona, con un “guía”, una persona que los guió mientras se escondían y esquivaban las patrullas fronterizas de los EE. UU. y México. Cuando finalmente llegaron a Arizona, el guía se llevó a ocho de ellos, incluyendo a Carlos, a Dallas. A partir de ahí se dirigió a Houston.
“Venía cansado, ya no quería saber nada del camino,” expresó. “Ni siquiera sé a dónde quería llegar. Solo sé que quería llegar. Estaba muy desesperado de mucho viaje.”
‘Pasamos por lo mismo’
Hoy, Carlos expresó que pasa la mayor parte de su tiempo trabajando para una empresa de mudanzas. Como muchos trabajadores, cuida su dinero y se preocupa por los aumentos en el alquiler y otros bienes.
Se mantiene en contacto con su familia, quienes usan el dinero que envía cada mes para pagar la escuela de sus hermanos menores, arreglar su casa y ayudar a otros cuando pueden. Sigue conectado con algunas de las personas con las que viajó, que se han dispersado por todo el país: el estado de Washington, Atlanta y Dallas.
“Valió la pena de que yo llegué,” afirma Carlos. “Primero digo gracias a Dios pasé y ya estoy aquí. Tal vez fue algo duro el camino, pero ya estoy aquí, estoy trabajando y ya estoy ayudando a mi familia.”

De vez en cuando, Carlos se entera de amigos o familiares de sus amigos que vienen a los EE. UU. y dice que él y sus amigos siempre están dispuestos a ayudarlos.
“Como la experiencia que hemos vivido, decimos, bueno todos pasamos en lo mismo,” aseguró Carlos. “Y nos ayudamos.”
La semana pasada en San Antonio, Carlos dijo que él y sus amigos no creían conocer a nadie de los que murieron, pero que aún así se sentían obligados a rendirles homenaje.
“Me llevé velas blancas” expresó, “porque son almas que fallecieron en la batalla.”
